Bontems, V. & Lehoucq, R. (2019). Las ideas oscuras de la Física. Madrid: Siruela

Si no es muy habitual encontrarnos con textos que se sitúen a mitad de camino entre el ensayo y la divulgación, y en los que se dé cabida al encuentro entre la astrofísica y la filosofía (circunstancia que, en última instancia, nos reconcilia con los profundos lazos y vasos comunicantes históricos existentes entre ambos sistemas de conocer el mundo), todavía lo es menos toparnos con obras que contengan tan chocante pero, al mismo tiempo, absorbente temática. Siendo así, cabe concluir que, con este libro, nos hallamos ante una “rara avis” dentro del campo de la divulgación científica, en tanto que nos llama la atención sobre el mecanismo epistemológico que hace uso del “ennegrecimiento”, no sólo para significar determinados fenómenos del universo, sino también para connotar la
relación intelectiva de la física con ellos. Y es que la oscuridad o, más allá, la negritud, en todos los grados de su escala cromática y entendida como una característica visual u óptica que inunda las hipótesis más arriesgadas y sofisticadas de la astronomía moderna, en ocasiones se encuentra ligada con lo ininteligible o lo impenetrable, esto es, a ciertos fenómenos de nuestro universo (como el agujero negro, la materia o la energía oscuras), de los que, aunque no se posea comprobación perceptiva, sospechamos de su existencia mediante complejas herramientas de cálculo y debido a sus efectos en los movimientos
inexplicables de los cuerpos celestes.


Pero no sólo eso. Respecto a esta fijación de la física por el color negro que es puesta en evidencia por los autores de este interesante libro (en concreto, el filósofo de la ciencia Vincent Bontems y el astrofísico Roland Lehoucq), vale la pena subrayar el atávico poder creativo de las diversas tonalidades del negro para dar relieve, significación y dotar de identidad perceptiva a la realidad que nos circunda, incluido desde una perspectiva física.
En ese sentido, además de la ya clásica referencia, mencionada certeramente por los autores, a la fascinante exploración del historiador francés Michel Pastoureau en torno a
la historia del color (Couleurs, images, symboles. Études d’histoire et d’anthropologie), me
vienen a la mente el extraordinario estudio del germanista suizo Alois María Haas sobre el
color azul como fenómeno visionario de la experiencia mística (Nim din selbes war:
Studien zur Lehre von der Selbsterkenntnis bei Meister Eckhart, Johannes Tauler und
Heinrich Seuse) y la más reciente investigación de la filóloga catalana Victoria Cirlot con
su variante al rojo (Visión en rojo). En este punto concreto no nos resistimos a señalar el
matiz irónico que reviste todo este asunto, ya que siendo asociado históricamente el color
a una de las “cualidades secundarias” del mundo (frente a la magnitud, cantidad, figura o
el movimiento), aquellas que, desde Galileo Galilei en adelante iban a ser desterradas de
la concepción científica del mundo por su carácter escurridizo frente a la necesidad de
cómputo matemático (dualismo que, por lo demás, es puesto de manifiesto en un
conocido pasaje de su obra clásica Il saggiatore de 1623), sin embargo todavía hoy
ejercen, frente a lo que pudiera parecer, una funcionalidad soterrada en los procesos de
construcción de teorías de vanguardia, modelos o en la “visibilización” de fenómenos
astronómicos sumergidos en lo oculto. De esta manera, el libro nos presenta un ejemplo
extraordinario que viene a trazar la senda encubierta de una historia ignorada (y que, a mi
entender, convendría desescombrar a efectos de construir una narrativa más “terrenal” y
mucho menos idealizada) sobre la influencia enérgica y nunca interrumpida de esta

“experiencia representacional” subalterna de la realidad en el programa de investigación
de la ciencia moderna.
Al mismo tiempo, este fértil y discreto intercambio de sentido que se estimula a través del
color negro entre lo que cabría denominar la esfera cotidiana y el campo más demarcado
de la física o la astronomía pone de manifiesto y cuestiona ciertas presunciones que se
manejaban en los controvertidos debates, que se remontan a las primeras décadas del
siglo XX y que eran protagonizados por conspicuos representantes de la historia de la
ciencia como Gaston Bachelard, Emile Meyerson, Pierre Duhem o Alexandre Koyré, sobre
la supuesta continuidad o la ruptura cualitativa en términos epistemológicos entre el
lenguaje científico y el lenguaje común. Este asunto adquiere una recobrada actualidad en
esta obra cuando se introduce al lector, con ejemplos de gran elocuencia, en la vertiente
metafórica que atesora el discurso teórico científico contemporáneo, incluso el más
hermético, abstracto e inasequible a la comprensión ordinaria. Es el caso, por ejemplo, de
la popularización del concepto de “agujero negro”, propuesto en 1967 por el físico teórico
estadounidense John Archibald Wheeler y posteriormente estudiado por científicos tan
conocidos como Robert Oppenheimer, Roger Penrose o Stephen Hawking, atendiendo a
las previsiones incluidas en las ecuaciones del campo de la teoría general de la relatividad
de Einstein y que plantean la posibilidad de la existencia en el universo de regiones
espacio-temporales donde se produce una curvatura o un campo gravitacional tal que no
deja escapar la luz. Como es lógico, no nos vamos a meter en cuestiones de mayor
profundidad porque eso sería “harina de otro costal”. La cuestión aquí estriba en el hecho
de que, cuando esta terminología entra en el territorio semiótico gestionado por la física,
se transforma en una idea encuadrada en su dominio teórico-conceptual que, a su vez,
ejerce una influencia activa sobre el imaginario colectivo de los públicos actuales. Tan es
así que habitualmente la física formula conceptos ideales o ideas referidas a realidades
astronómicas tangibles que se pueden mostrar del todo contra-intuitivas, en la medida en
que logran desafiar el sentido común del ciudadano medio. En relación con este aspecto,
los autores no dudan en sumergirnos en uno de los capítulos del libro (cap. 4), en los
avatares seguidos por la ciencia a la hora de desarrollar el concepto de “cuerpo negro”,
asociado a la cuestión del espectro de la luz emitido por la materia caliente. La historia es
suficientemente conocida. A partir de los estudios del físico alemán Gustav Kirchoff, quien
aplica el segundo principio de la termodinámica a un cuerpo en equilibrio térmico, es
posible establecer una relación entre la capacidad de emisión de un cuerpo (emisión de
energía radiante) y el coeficiente de absorción (absorción de energía radiante). De esta

manera, el cuerpo negro sería, en realidad, un objeto ideal capaz de absorber la totalidad
de la energía luminosa que recibe. Pues bien, estos extraordinarios avances teóricos
permiten incluir de modo sorprendente al Sol dentro de la categoría del cuerpo negro,
aunque no sea negro. “(…) esta equiparación del Sol con un cuerpo negro es una
paradoja profundamente perturbadora para el imaginario que opone la incandescencia del
astro a la ceniza y al hollín, pero es también fuente de fecundas ambivalencias” (p. 47).
Ahora bien, un recorrido atento por las páginas de este ensayo evidencia que existe un
intercambio en los dos sentidos mucho más profundo de lo que en principio se pudiera
pensar y que, además, el imaginario popular o el conocimiento no especializado también
ejercen, entre otras cosas, de vector desencadenante o raíz inspiradora para la detección
de ciertos problemas nucleares, el logro de hallazgos cruciales o, incluso, el desarrollo de
modelos teórico-conceptuales que atraviesan la historia de la física. Un interrogante, en
apariencia banal, como puede ser la razón de la negritud del cielo nocturno (pp. 19-43)
oculta en el fondo una cuestión de hondísima repercusión en la astronomía occidental y
que, de paso, nos introduce, a través de las archiconocidas suposiciones no concluyentes
de Johannes Kepler o Thomas Digges (replanteadas con el tiempo por Edmund Halley,
Jean Philippe Loys de Cheseaux o John Herschel) en los convulsos debates de esta
disciplina en torno a la posibilidad de que el universo sea finito o infinito. En este texto
también se otorga una merecida importancia a la capacidad imaginativa y de proyección
que alberga la creación literaria, poniendo como ejemplo el famoso ensayo filosófico y
cosmológico del escritor Edgar Allan Poe (no estamos refiriendo, claro está, a Eureka. Un
poema en prosa, escrito en 1848). En esta digresión especulativa dedicada a Alexander
von Humboldt se hallan contenidas las claves y la genial intuición, sistematizada unas
décadas después por los astrónomos Johann von Madler y Lord Kelvin, para la distinción
del universo como tal y el propio universo observable (pp. 24-26).
Ciertamente, bajo este enfoque cabe discernir, si prestamos la suficiente atención, ciertas
líneas de afinidad con los themata, es decir, aquellas ideas o metáforas cristalizadas en la
matriz cultural de un periodo histórico determinado descubiertas por el eminente físico
alemán Gerald Holton (mientras se dedicaba a estudiar y ordenar la documentación
dejada por Albert Einstein tras su muerte en 1955) y que dejan una indeleble impronta en
el pensamiento científico. Ahora bien, a diferencia de Holton, que plantea un vínculo
estrecho con contextos culturales e históricos más amplios, estos dos autores se van a
servir de las prospecciones psicoanalíticas del filósofo, poeta y físico francés Gastón
Bachelard. Entremos brevemente, de manera sucinta, en este intrincado asunto. Asumir

sin cortapisas esta dimensión psicoanalítica tan característica y particular en relación con
el conocimiento científico, una especie de “psicoanálisis del conocimiento objetivo” que,
digámoslo ya, presenta elementos de confrontación con el psicoanálisis freudiano, supone
sin duda elevar al plano de la consciencia los “obstáculos epistemológicos” (hacemos
referencia a un concepto de impronta bachelardiana que se puede encontrar en una de
sus obras clave, concretamente, La Formación del espíritu científico. Contribución a un
psicoanálisis del conocimiento objetivo) y, por tanto, ciertos patrones inconscientes que,
de alguna forma, afectan y operan soterradamente en la producción del conocimiento
científico, que emergen ladina y discretamente mediante su trama discursiva y que, en fin,
condicionan de una u otra manera el proceso de investigación. Pues bien, tomando como
inspiración esta hermenéutica sui generis de G. Bachelard, muy especialmente cuando se
adentra en los proteicos trasfondos de sentido que se hallan en los cuatro elementos
clásicos de la realidad material, desde Empédocles de Agrigento en adelante (aire, agua,
fuego y tierra), los dos autores ponen el foco de atención en analizar el negro como una
categoría activa que atraviesa la trama conceptual de la astronomía moderna. Desde esa
perspectiva, tratan de desbrozar la transformación heurística interna y posterior atribución
de significado que queda sustanciado por el color negro cuando se transfiere y aplica a
diversas controversias, objetos físicos idealizados o teorías astrofísicas como la del cielo
negro (caps. 2 y 3), el cuerpo negro (caps. 4 y 5), el agujero negro (caps. 6 y 7), la materia
oscura (caps. 8 y 9) o la energía oscura (caps. 10 y 11). Dicha circunstancia les lleva a
transitar en paralelo por sendas de la tradición cultural occidental donde ha sido de gran
trascendencia la articulación con la “negrura”, como la reflexión filosófica, la imaginación
poética, la exaltación creadora que espolea el arte pictórico, las resueltas inmersiones del
psicoanálisis en el trasfondo oscuro del inconsciente o las imágenes sombrías ligadas a la
transformación simbólica de la materia que son proporcionadas por la obra alquímica.
Ahora bien, en toda esta prospección analítica, en la que, con cada capítulo, se alternan
el punto de vista científico y el filosófico, los autores marcan una línea divisoria diáfana y
establecen una significativa distinción entre la teoría científica y la imagen. De esta forma,
se destaca la imagen, como n fenómeno autónomo que recoge el trasfondo de la tradición
y el propio imaginario que históricamente ha sido asignado al negro, que acompaña, casi
sin notarlo, al propio discurso científico y con él, a las ideas, a las ecuaciones y a las
medidas. Aquí, no lo olvidemos, se establece desde la comunidad científica un decidido
empeño por alejarse del imaginario social de fondo que acompaña al negro y someterse a
una re-significación encuadrada en los marcos teórico-conceptuales de la ciencia que, en

el caso de la física, demuestra en ocasiones ser sumamente divergente. Pero, resulta
importante destacar que este nudo gordiano imposible de seccionar en el que se enredan
conceptos científicos y metáforas nebulosas, esta tensión epistemológica que, de soslayo,
deja vislumbrar los nexos entre la abstracción de la idea y la evocación de la imagen,
supone el caldo de cultivo ideal para estructurar este ensayo que, a fin de cuentas, es un
diálogo entre antiguos conocidos: la ciencia y la filosofía.
“Al llamar su atención sobre algunos escrúpulos metafísicos, incluso obsoletos, o sobre
algunos matices extraídos de la historia de las artes y de las ideas, el filósofo anima al
físico a llevar a cabo una vigilancia todavía más estrecha en el empleo de las palabras a
la hora de trasladar a ellas el conocimiento, mientras que, al corregir la expresión
imprecisa que traicionaría el rigor del razonamiento, o al pedir más audacia y fulgor
poéticos para mantener la originalidad del pensamiento científico, el físico encuentra el
consejo indispensable del filósofo, que teje las metáforas con conocimiento de causa” (p.
158).
En suma, el lector tiene la oportunidad con esta sugestiva y, por momentos, embriagadora
obra de ir un paso más allá en lo que de instructivo o expositivo posee la divulgación de la
astrofísica y comprobar, a través de vericuetos insospechados, el vestigio poético que la
ciencia lleva consigo. Frente al encumbramiento lumínico del que Louis Figuier dejó
testimonio en 1867 (Les Merveilles de la science ou Description populaire des inventions
humaines) cuando asocia la ciencia a un sol (il faut que tout le monde s’en approche pour
se réchauffer et s’éclairer), esta obra nos desvela de modo fascinante el otro envés de
sentido, el sugerido por Víctor Hugo, amigo de astrónomos y asiduo buscador de las
“cosas celestes”, cuando sostiene que Nous n’avons que le choix du noir (no tenemos
más elección que el negro).